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La Emboscadura

Memorias de Ibiza V

Historia
Comunismo
Economia

30 de julio de 2016

Dejé el relato en la primera parte de la robinsonada, un 31 de diciembre de 1970, tras desembarcar en una casa payesa cochambrosa por dentro, cuando una chimenea traidora y una tromba de agua conmovieron el plan de empezar una vida en la dirección del explorador, tras un lustro de funcionario en el ICO con un firmamento espiritual donde Sartre y Guevara se alternaban como estrella polar. No sé qué exigua proporción aprovechó entonces lo simultáneo del Mayo francés y los festivales de rock para tomar partido por lo segundo, aunque fuimos más de uno y quizá la mayoría terminamos en Ibiza, trocando la casaca de Robespierre por el taparrabos de Tarzán, al sentir de una forma u otra que la revolución no pasaba por cambiar la vida del prójimo sino la propia. Fuese como fuese, mi proyecto revolucionario incluía un primogénito de ocho años a la sazón, con el que iba a celebrar la llegada de 1971 en términos pacíficamente heroicos -tras habilitarnos el austero confort reservado a las gentes de frontera-, aunque la distancia entre aspiraciones y logros estuviese a punto de abrirse como la boca en un bostezo, ofreciendo una película independiente de su guión.  

Nuestro gozo se fue al pozo básicamente porque de todas las casas rústicas que conozco ninguna ignora las debidas proporciones entre plato y tiro, y la ley de Murphy –según la cual todo irá del peor modo imaginable si no atamos cada cabo- nos metió justamente en la única casa chapucera aquella noche de temporal. También cabía la posibilidad de que algo bloquease el tubo, aunque estaba fuera de cuestión subirse al tejado para inspeccionar entre tinieblas y chuzos. Las cenizas volátiles de cualquier chimenea rebotan un momento mientras caldean su paso, pero aquella era una hija de su madre que soltaba humo como un carburador desajustado, y en pocos minutos toda la parte alta del cuarto era una nube parda. Apenas alivió darle una corriente de aire exterior a través del pequeño y único ventano, que en vez de tener cristal se cerraba y abría con una rústica puertecita de madera, y por ella se coló poco después una ráfaga de viento lo bastante furiosa como para apagar casi todas las velas y parte de los quinqués, mientras la lluvia arreciaba con rumores de trueno. De hecho, no había tenido tiempo para recoger los folios y calcos desperdigados cuando nos deslumbró un rayo lo bastante cercano como para no sonar a trueno sino a desgarradura del cielo y la tierra, añadiendo al humo el olor punzante del ozono.

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