Del siglo llamado de Las Luces, el XVIII, nos llega la idea de que los humanos resultan esencialmente manejables, porque su entendimiento es una hoja en blanco y el espíritu en general “un cajón vacío”, dos tesis entrelazadas ya bastante antes por John Locke -uno de los padres del liberalismo- en Algunos pensamientos sobre la educación (1693).
Los convencidos de ello -que por cierto no fueron todos los ilustrados, y en ningún caso los más cultos-, cifraron el Progreso en dejar atrás una libertad equivalente a responsabilidad, y el sistema tan lento como azaroso ensayado hasta entonces para transmitir valores y costumbres. Kant se opuso, alegando que ese atajo confundía relación entre personas con gestión de maquinaria, cuando la regla ética es tratarnos unos a otros “como fines en sí, nunca como medios”. Pero el progresismo no retrocedió.

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