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La Emboscadura

En la residencia forzosa (II)

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11 de abril de 2017

Me quedé jurando en arameo tras recibir a mi viejo amigo y tocayo, el Pirata, con dos gánsteres provistos de revolver, jeringuillas para chutarse y un maletín colmado de millones, coincidiendo con la visita de Constantino (Tino) Romero, un sujeto a quien conocía vagamente por haber sido quien primero alquiló la finca payesa luego convertida en Amnesia, peón notorio de la mafia corso-marsellesa instalada poco antes en la isla. Era aparentemente casual que mi amigo llegara acompañado por esos tipos, y que apareciese al poco el peón de los corsos para ofrecer la cocaína buscada por ellos, poniéndome en el brete de colaborar –a cambio de un quinto en especie- o asumir los riesgos de ser quien echa a perder la compraventa de un buen pellizco. Cuando los desconocidos convinieron con el apenas conocido en verse al día siguiente, insistiendo en que mi presencia era la única “garantía para ambas partes”, imaginé toda suerte de películas menos que mi amigo me hubiera metido a la pasma en casa. 

Sigue asombrándome cómo pude ser tan subnormal, y para entender por qué no me negué de plano solo sirven de ayuda algunos detalles. Uno es que vivíamos en una casa de campo aislada, sin conexión con la red eléctrica y por supuesto sin teléfono, donde lo primero alarmante era comprobar que los corsos me seguían teniendo localizado. Aprovechando una breve ausencia, habían dejado su tarjeta de visita saqueando la casa payesa previa, movimiento al que respondí haciéndoles saber por persona interpuesta que había comprado una pistola, si bien la misma persona tuvo ocasión de comunicarme que les parecía una bravata risible. Julián el Guapo, otro ciudadano de la raza calé, como Tino, les estafó algunas onzas de caballo y acababan de castigarle cortándole los huevos con precisión quirúrgica, cosiendo luego la herida para evitar que se desangrase, aunque le hicieron presenciar cómo su aterrada novia freía esas “criadillas”, más sabrosas a su juicio que las de cordero. Julián no se enmendó, y meses después terminaría unido a un bloque de cemento en el fondo del mar.  

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