Tras el auge del terrorismo comunista en los años 70 y 80, respaldado de modo más o menos abierto por una industria cultural inclinada a ver en Marx “sencillamente la verdad objetiva” (Sartre), la implosión soviética supuso para esa conciencia entrar en una fase de espora, donde seguiría hasta descubrir aliados en el integrismo islámico y en el imperio académico de la posmodernidad.
Roma, por ejemplo, perdió muchos catecúmenos fervorosos no suscribiendo “la preferencia de Dios por el pobre” llamada Teología de la Liberación, y explicó sus objeciones en la Libertatis Nuntius (1984), un extenso informe de Ratzinger dedicado a mostrar el compromiso de dicho movimiento con la lucha de clases. Pero desde 2013 el solideo papal lo ostenta un adalid de la rama bautizada como Iglesia del Pueblo, que hoy reclama la santificación de 69 mártires asesinados en la franja de terreno comprendida entre Canadá y la Patagonia, todos ellos por defender “la permanente e incondicional apuesta de Dios contra los encumbrados, y a favor de los humillados”.

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