Portavoz de lo conocido en los años 70 como lesbofeminismo, y también materialismo feminista francés, Monique Wittig vio en la fracción femenina una “clase oprimida, que desaparecerá cuando desaparezca la clase patriarcal masculina, pues así como no hay esclavos sin dueños tampoco habrá mujeres sin hombres”. Su antorcha la empuña hoy el llamado lesbocomunismo chicano, que a través de la dominicana Ochy Curiel y la boliviana Julieta Paredes apoya la regeneración del continente bautizada como Abya Yala, un término precolombino traducido por “tierra en plena madurez”.
Curiel y Paredes cultivan un análisis “carnal” de las cuestiones, descrito a veces como “teoría/ficción”, que combina lírica con documental -mezclando entrevistas efectivas e imaginarias- para transmitir experiencias “vividas por el cuerpo”. En 2009 otra portavoz de la corriente, Cherry Moraga, sintetizó su perspectiva como “no traicionar nuestra raza con malinchismo” –por La Malinche, traductora y amante de Hernán Cortés-, pues solo evitará verse corrompida si evita todo “influjo extranjero”.
Cultivar la posverdad permite a estas publicistas seguir denunciando el racismo del blanco, e ignorar que en el mundo azteca, inca o maya el más alto destino de la mujer era morir dando a luz. Tampoco asumen que estas tres culturas llevaron la práctica del sacrificio humano a extremos inauditos, confirmados no solo por testigos foráneos e indígenas sino por evidencias arqueológicas en continuo aumento. Por ejemplo, el imperio azteca celebraba 18 fiestas anuales dedicadas al sacrificio humano, y su panteón de dioses vampíricos reclamaba sangre de vírgenes e impúberes masculinos, salvo el exigente Tlaloc –la deidad de la lluvia-, conforme solo con las lágrimas de niños pequeños. Las ofrendas se hacían usando cuchillos de obsidiana, con la meta de poder exhibir los corazones todavía palpitantes.

¿Te gustaría acceder al contenido exclusivo de Escohotado?
Comentarios
Aún no hay comentarios